Como un animal que
aguardara su puesto en una novela de Quevedo, a Pipa, mi perra, que está añosa,
se le van cayendo los dientes. Sus lomos, pobrecita, soportan ya once años de
fiel compañía, porque si algo destaca en ella, además de que es fea a rabiar,
es su fidelidad. Siempre va a mi zaga: era una centella peluda que se escondía
entre mis piernas cuando, de cachorra, algún perro de cruz elevada acudía a
ventearla. Y ahora, como una hoja seca cosida a mis talones, le falta resuello
para seguir mi sombra en los paseos, las fauces abiertas en fatigado esfuerzo,
la lengua temblorosa, los belfos resecos, el movimiento acelerado de los ijares
y una mirada que parece pedir perdón por su irremediable vejez, a pesar de que
su rabo corto va y viene, viene y va, en postrero guiño a su juventud zalamera.
La fealdad tristona
de Pipa consiguió conquistarme: el corto hocico, la trufa casi pegada a la
frente, las barbas que le caen desde los ojos y le dan un aire simiesco. Se
trata de un perro de apariencia imposible, un ratonero al que las manos de los
criadores han terminado por confundir, pues parece haber nacido para roncar a
los pies de una pacífica hoguera, indiferente al correteo de los roedores.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía.
El perro no es el mejor
amigo del hombre, lo tengo comprobado, porque con un animal no se pueden
compartir risas, vinos ni lágrimas. Es un buen compañero, de acuerdo, sobre
todo si demuestra preferencia por ti, cuando en la búsqueda del lugar que le
corresponde confunde la familia con la ancestral manada, eligiéndote cabecilla
del grupo.
Hay perros que no
hallan su identidad. Perros estúpidos o agresivos, perros egoístas o
solitarios, perros huidizos o resentidos que cargan la esquizofrenia de creerse
un niño, un muñeco, un gato o un adulto caprichoso y egoísta. Perros ególatras
alrededor de su escudilla, que sólo aceptan las manos que les ponen un puñado
de pienso, a las que no dudan lanzar una tarascada cuando toman el platillo
para limpiarlo.
A Pipa se le caen
los dientes y le fallan las ancas al final de las excursiones, aunque éstas
sean cuesta abajo. Cada vez que me detengo se deja caer, agotada, en la hierba,
en el asfalto, en el polvo del camino. Hasta que la llamo. Entonces se
incorpora y su rabo, un diminuto muñón, vuelve a bailar, como si fuera un
cachorrillo.
0 comentarios:
Publicar un comentario