Sin fe no hay
confianza. Salvo que por confianza entendamos lo mesurable. Triste confianza aquella
que depende de una ciencia de medición, un porcentaje, un resultado que cabe en
un casillero: Sí, No, No sabe/No contesta. Sobre todo si lo que se pretende
medir son los frutos del Espíritu.
La primera Jornada
Mundial de la Juventud, en Buenos Aires, elevó un hito en la historia del mundo
contemporáneo. Que una estrella del pop copara todas las localidades de un
estadio, tenía su aquel. Que quien atrajera a multitudes de jóvenes para las
que un estadio no reunía el espacio suficiente, sino que se precisaban largas
avenidas, plazas y parques, fuese un Papa, es decir, el líder espiritual de una
religión tratada con singular desprecio por aquellos que manejan la política
nacional e internacional, los hilos de los medios de comunicación y el ocio de
masas, dejó a los profesionales de la demoscopia con la boca abierta. Entre
otras cosas porque Buenos Aires no fue una Jornada Mundial para argentinos,
sino una convocatoria que atrajo a jóvenes de todo el planeta. Lo mismo sucedió
en Santiago de Compostela, Chestocova, Denver, Manila, París, Roma, Toronto,
Colonia, Sidney, Madrid, Río de Janeiro y, por último, Cracovia. Los meridianos
y paralelos del Globo atascados por “culpa” del Pontífice de los cristianos.
Con Juan Pablo II,
a medida que iba envejeciendo y perdiendo facultades físicas, fueron más
abundantes las riadas de chicos y chicas que se cruzaban la Tierra para formar
parte de unos días repletos de incomodidades (soy testigo de que en una JMJ se
duerme mal, se come peor, el cansancio llega a hacerse duro de sobrellevar…) y
satisfacciones (todas esas que no caben en una encuesta porque no se pueden
medir los grados del amor: nacen amistades, otras se consolidan, se forjan
grupos de oración, se fraguan noviazgos y, por último, se multiplican las
conversiones por parte de aquellos que no tenían fe, de quienes la tenían casi
apagada, de quien pasaba por allí sin mostrar ningún interés por el
evento, de quienes lo siguieron por
televisión… floreciendo vocaciones aparentemente incompatibles con el mundo,
algunas de las cuales no llegan a término y otras, muchísimas otras, cuajan en
el sacerdocio, la vida religiosa o un laicado en el que familia, trabajo y vida
social son camino de santidad).
Los sociólogos
encargados de medir las facetas de la vida en encuestas reconocen que los
últimos Papas tienen un magnetismo difícil de justificar, pero que más allá de
las emociones de las Jornadas todo se queda en nada, pues enseguida recurren a
sus porcentajes en todos aquellos comportamientos contrarios a la moral, que
parecen dibujar a la juventud mundial (sexo, consumo de alcohol y drogas…) para
llegar a la conclusión de que desde Wojtyla a Bergoglio se podría escribir el
relato de un fracaso adornado con músicas y aplausos.
Pero el camino
hacia la Vida no se puede desgajar en apartados; no se puede convertir en un
listado de preguntas generales; no se puede inventariar como si se pretendiese
hacer un estudio de mercado. Hablamos del camino del alma, el de la
constatación de nuestra débil naturaleza, del día a día en el que batallamos
entre el bien y el mal, del descubrimiento de que estamos sostenidos por las
manos de Dios.
Los sociólogos
dejan de lado que la JMJ es, sobre todo, una inmensa catequesis, un aprendizaje
intensivo de la fuerza de la Gracia divina, de la presencia real de Jesucristo
en los siete Sacramentos de la Iglesia, de la verdad definitiva de Jesús muerto
y resucitado. Y si, también está la contabilidad de las vocaciones, las de
aquellos que toman el arado y no vuelven la vista atrás, y la de aquellos que
de nuevo dejan dormir su fe, hasta que un día reverdece el recuerdo de aquellos
días... Es decir, la JMJ es el dulce juego de Dios con sus jóvenes.
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