Jesús vino al mundo
en una época histórica que dimos por llamar “Pax Romana” y que duró lo que
duró. No se habían inventado el tratado Schengen ni las manifestaciones que
reclamaron el Brexit: como hoy, como entonces, como siempre, había ciudadanos
de primera y todo conato de revuelta se acallaba con la fuerza de las armas,
nada nuevo bajo el sol. Lewis Wallance escogió aquel escenario para su novela “Ben-Hur”,
un folletín que se convirtió en un clásico gracias a las versiones
cinematográficas, para mayor gloria de aquel Charlton Heston que de niños todos
quisimos ser: fuerte, vengativo y -por la gracia de Dios-, finalmente, misericordioso.
Una prueba
irrefutable de la crisis del imperio más grande y poderoso que vieron los
siglos es el devenir de Messala, en quien se concentran las más amargas
pasiones. A ellas podemos sumar las de las élites romanas: orgías, vómitos
provocados para continuar aquellas bacanales y la generalización del aborto como
método maltusiano (aconsejo la lectura de “Historia de Roma”, de Indro Montanelli).
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Con el estreno de
una nueva e innecesaria película, la crisis de nuestro Imperio (el Occidental) ha
encontrado un nuevo filón para expandir su débil ideología, según leo en
algunos reportajes que tratan de convertir la épica superproducción de Willy
Wylder en un alegato de las relaciones homosexuales, camufladas por culpa del puritanismo
del rancio Hollywood de los cincuenta. No hacen falta demasiadas explicaciones;
¿lo han adivinado?: Judá Ben-Hur y Messala mantienen una relación onanista que metaforizan
en su primer encuentro, jabalinas en ristre. Buff… Aunque el retorcimiento
agota toda paciencia, la relectura de marras no quiere dejar pasar por alto este
resquicio por el que colar su revisión histórico-sexual, tan insustancial como reiterativa.
Conviene tener en
cuenta que son varias las comunidades autónomas que han legislado para que un
artículo como éste -en el que con la libertad que me ampara expongo una opinión
que a nadie resulta ofensiva porque no tengo propósito de ofender- me condene a
galeras, como al inocente príncipe judío. El hundimiento del sentido común y la
imposición de la tiranía del relativismo exigen este precio con el que amparar
su peligrosa nada. Acto seguido los maestros del pensamiento único se preparan
a sellar la conciencia inocente de los niños con la ideología de género, que
dicta que Judá Ben-Hur no fue hombre ni mujer sino aquello que escogió a cada
instante, porque el sexo no lo decide la Naturaleza sino el voluble capricho de
una cultura en caída libre, tan depravada como la que convirtió el Imperio
romano en cenizas.
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