Tengo sobre la mesa
de mi escritorio una colección de fotografías, en las que aparecen algunas de
las mujeres más importantes que pasan y han pasado por mi vida. Me han llegado
como parte de una herencia humilde: estaban en las páginas de los álbumes de
fotos de mi tía Paloma -que sufrió un retraso mental a causa de una enfermedad
repentina en los primeros años de su infancia-, quien no perdía puntada al
conservar imágenes de las personas a las que quería, entre las que ocupé -¡qué
dulce presunción, ser merecedor del cariño de quienes no tienen veladuras!- un
lugar muy especial.
En estas cartulinas
que congelan gestos y miradas, reconozco un sinfín de cosas buenas. Cada retratada
ha contribuido a cincelar algunos de los rasgos más importantes de mi carácter,
a pesar del sentimiento agridulce de asomarme, sin haberlo previsto, a lugares
y momentos tan añorados. En ellas está
resumida mi condición de hijo, nieto, sobrino, esposo y padre (estas dos
últimas circunstancias, gracias al Cielo, se mantienen), que son como
gradaciones que podría coser a las mangas de mi chaqueta, con el mismo
indisimulable orgullo con el que los soldados enseñorean los méritos en sus
guerreras.
Es fácil reconocer
que el mérito, en este caso, no es mío. Aun así me lo apodero, para lucirlo con
las mismas ínfulas con las que podría vestir uniforme, en el caso de que me
hubiese dado por ser militar. Está más que dicho que uno no pide permiso para
venir al mundo, pues son otros los que lo engendran y lanzan a la vida sin
preguntarle por las ganas que tiene de abandonar la nada, para cargarse a las
espaldas los compromisos que exige respirar. Por ese motivo, estos galones
llevan el nombre de mis padres, que se amaron para generarme, para criarme y
educarme como hombre de bien, a pesar de sus razonables limitaciones. Cuántas
veces he reconocido que el amor por los míos –por todos aquellos que me
precedieron- se ha solidificado con la fuerza del acero desde que, ya mayor,
conocí sus errores. <<Fueron como yo>>, pensé, satisfecho a poder renunciar
al imposible papel del esposo y padre perfecto.
Con frecuencia me
asalta el dolor de la ausencia: mi padre que no está para darme un consejo. Mi
madre que no está para compartir con ella una confidencia. Mis hijos que no han
contado con sus abuelos paternos para aprender desde la dulzura, fortuna que yo
sí tuve. Y aunque los años que pasé junto a todos ellos se me antojan brevísimos,
reconozco tantas lecciones aprendidas que no sabría por dónde empezar a
enumerarlas. Mi madre, por poner un ejemplo, me enseñó a cuidar y querer a los
familiares mayores. No en vano, cuando ella –recién casada- se trasladó de
Bilbao a Madrid, se encontró con buena parte de su familia materna, a la que
apenas conocía. Mi abuela debió de conminarle a que visitara con cierta
frecuencia a sus tíos y primos, encargo que cumplió con ganas y sin ellas, de
forma constante y puntual, lo que me dio
a entender que hay vínculos –el de la sangre- que tienen una pátina
sagrada, en los que no es tan importante la querencia hacia aquellos parientes
que resultan afables y entretenidos, porque también a los otros –esos que
logran hacer de cada visita un sacrificio- nos unen los mismos lazos, que están muy por encima de
los sentimientos.
Nunca descubrí en mi
madre un anhelo torticero al realizar aquellas visitas. Ya me entienden: ese
interesarse tardío con el que algunos buscan ganarse algún favor de última
hora, rubricado en un añadido ológrafo al testamento (la joya tan soñada, el
cuadro que promete una alta puja, las pieles, los coches, las participaciones, la
parcela junto al mar…). Por el contrario, no fueron pocas la ocasiones que
llegó a casa con el desaire de una vieja tía, el desplante de un primo segundo…
o tirando del brazo de esa misma mujer de difícil carácter a la que apenas nadie
iba a visitar, para que desgranara sus malos humores en nuestra casa, que a la
fuerza resultaba más ruidosa y alegre que la suya.
Siento la
melancolía de estas líneas, culpa de las fotografías, digo yo, que son pedazos
de existencia en papel Kodak; muestras a todo color del resumen del tiempo, que
pasa como una centella; sonrisas, casi siempre sonrisas, porque los momentos amables
son los únicos que merecen ser coleccionados en un álbum, colocados en una
librería o colgados de la pared. Miro esos gestos que ríen al objetivo, memoria
de las mujeres que tanto bien me han hecho apenas sin darse cuenta. Tiraron de
mí sin esperar que rompiera en aplausos, ni que me pusiera a escribirles estas
líneas, tan generosas como las mujeres que ahora acompañan mi vida.
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