12 sept 2016

La cualidad necesaria del buen escritor no es la imaginación desbordante, ni siquiera un talentoso uso de la palabra, de la expresión escrita, de los decires ajenos sino la observación. La literatura brota de los sentidos. Por eso narrar es haber observado antes, muchas veces, tantas como para que los detalles que no merecen recuerdo en el común de los mortales claven sus dientes –como garrapatas- en la memoria de quien resuelve parte de su vida ante una historia.

A Roald Dahl, del que celebramos el centenario de su nacimiento, la imaginación parecía escapársele por los poros, como si la mano que garabateaba con el lápiz fuese una manguera que despidiera una fuga de chispazos extraordinarios. Pero lo que le caracterizaba, sobre todo, era su observación, con la que fue capaz de tejer una literatura reconocible, luminosa, sencilla, muy divertida y cuajada de elementos que venían a demostrar que desde niño empezó a meter en el cajón de la memoria esos detalles que le han convertido en uno de los más importantes escritores del siglo XX, aunque le falte el aura maldita para entrar en los salones que cortan el bacalao de la cultura.

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Escribir para niños no es nada fácil. Por hacer un símil, la buena literatura infantil es comparable a la mejor acuarela: sencilla, con toques maestros de color y un juego sutil de sombras que no malogre el papel blanco de la inocencia. Puede que los autores de este tipo de novelas no estén de acuerdo conmigo, que el mismo Roald Dahl esgrimiera un argumento aceptable para que los personajes que van y vienen por sus bosques, fábricas de golosinas, frutas gigantescas y zorreras se tuvieran que comparar con el trabajo abigarrado al óleo. Derecho tendría, aunque yo no me bajo de mis trece porque me resulta asombrosa su cualidad para contar en tan pocas páginas lo que el pequeño lector precisa para hacer verdaderos los mundos de una Gran Bretaña feliz, país –no podía ser otro- que se formó, entre otras razones, para ser escenario de las novelas del autor que festejamos.

Dahl tiene una estupenda literatura para mayores, compilada en su totalidad y en español por Alfaguara. En ella queda todavía más latente su habilidad para la observación, con la que construye paisajes, personalidades y oficios como si fuese un bonancible pastor de almas, un paciente apicultor, una misteriosa patrona de pensión o un entrenador de galgos de carreras.




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