La cualidad
necesaria del buen escritor no es la imaginación desbordante, ni siquiera un
talentoso uso de la palabra, de la expresión escrita, de los decires ajenos
sino la observación. La literatura brota de los sentidos. Por eso narrar es
haber observado antes, muchas veces, tantas como para que los detalles que no
merecen recuerdo en el común de los mortales claven sus dientes –como garrapatas-
en la memoria de quien resuelve parte de su vida ante una historia.
A Roald Dahl, del
que celebramos el centenario de su nacimiento, la imaginación parecía
escapársele por los poros, como si la mano que garabateaba con el lápiz fuese
una manguera que despidiera una fuga de chispazos extraordinarios. Pero lo que
le caracterizaba, sobre todo, era su observación, con la que fue capaz de tejer
una literatura reconocible, luminosa, sencilla, muy divertida y cuajada de
elementos que venían a demostrar que desde niño empezó a meter en el cajón de
la memoria esos detalles que le han convertido en uno de los más importantes
escritores del siglo XX, aunque le falte el aura maldita para entrar en los
salones que cortan el bacalao de la cultura.
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Escribir para niños
no es nada fácil. Por hacer un símil, la buena literatura infantil es
comparable a la mejor acuarela: sencilla, con toques maestros de color y un
juego sutil de sombras que no malogre el papel blanco de la inocencia. Puede
que los autores de este tipo de novelas no estén de acuerdo conmigo, que el
mismo Roald Dahl esgrimiera un argumento aceptable para que los personajes que
van y vienen por sus bosques, fábricas de golosinas, frutas gigantescas y zorreras
se tuvieran que comparar con el trabajo abigarrado al óleo. Derecho tendría,
aunque yo no me bajo de mis trece porque me resulta asombrosa su cualidad para
contar en tan pocas páginas lo que el pequeño lector precisa para hacer
verdaderos los mundos de una Gran Bretaña feliz, país –no podía ser otro- que
se formó, entre otras razones, para ser escenario de las novelas del autor que festejamos.
Dahl tiene una
estupenda literatura para mayores, compilada en su totalidad y en español por
Alfaguara. En ella queda todavía más latente su habilidad para la observación,
con la que construye paisajes, personalidades y oficios como si fuese un
bonancible pastor de almas, un paciente apicultor, una misteriosa patrona de
pensión o un entrenador de galgos de carreras.
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