En España comenzamos
un nuevo curso, que no lo marca el ritmo natural del año sino el inicio de los
colegios y la universidad. A finales del mes de agosto, en el momento más dulce
de las vacaciones estivales, los anuncios publicitarios nos recuerdan el
regreso de los niños a las aulas, en un doloroso reclamo para la compra de
zapatos resistentes a sus juegos, material escolar, uniformes (llegado el caso)
y ropa adecuada para el otoño y el invierno, cuando las marcas nos atacarán de
nuevo con todo un surtido de elementos para que nuestros hijos encaren la
primavera y los inicios del verano con la prestancia del buen estudiante,
merecedor de un feliz descanso.
El inicio del curso
despierta en los pequeños una auténtica zozobra, que confirma mi teoría: no hemos
nacido para la rutina urbana en la que los días parecen todos iguales y la
naturaleza brilla por su ausencia (por ejemplo, ayer por la noche caí en la
cuenta de que el hombre contemporáneo vive completamente ajeno a los ciclos
lunares, algo impensable en siglos pasados), sino para el ocio feliz en familia
y entre amigos, allí donde se respira un aire limpio y los sentidos se gozan en
la contemplación de paisajes inabarcables en los que el color –el color de las
cosas vivas- tiene matices incompatibles con el cemento y el asfalto.
A mí también el
comienzo de las obligaciones laborales se me antoja un grillete que apresa mis
tobillos. Exagero, lo sé, pero los artistas tenemos el prurito de sostener la
literatura –es mi caso- en la distorsión de los elementos.
No sé me hace fácil
volver a las mañanas frente a la computadora, aceptar el silencio de la casa
mientras mi esposa acude a la oficina y mis hijos a la escuela, por más que
sepa que hay penurias que no necesitan el tamiz de la subjetividad para ser
auténticas e insoportables, que mucho peor que las horas ante el cursor de la
pantalla desovillando artículos e historias, es el teléfono mudo de quien no
tiene trabajo. Es más, me siento obligado a reescribir la frase anterior: las
horas ante el cursor, componiendo líneas como el músico que traza notas en el
pentagrama son una bendición del Cielo, una razón más para levantarme a primera
hora cargado de ilusión y agradecimiento. Tal vez este sea mi pecado –perdón
por esta confesión pública-, que agradezco pocas veces los dones que se
renuevan cada veinticuatro horas: la vida, la familia, los amigos, el trabajo y
un sinnúmero de aficiones que sustituyen, de alguna manera, la contemplación
dichosa de esos paisajes del verano.
Muchos nos dejamos
llevar por esa corriente derrotista que considera el trabajo como un castigo,
cuando es la manifestación más clara de que el hombre enseñorea la tierra. Quiero
decir que ni usted ni yo nos despertamos para pacer o sestear, como tantos
animales, mucho menos para cumplir un ciclo vital sellado en nuestros
instintos. La creatividad es la impronta del ser humano, que cada jornada encuentra
numerosas ocasiones de poner en práctica.
Al hablar de
creatividad, no me refiero a un rasgo exclusivo de los artistas a los que hacía
mención. Todo aquel que se enfrenta a una tarea (remunerada o gratuita), crea
aunque no se dé cuenta. Podríamos utilizar un verbo de más fácil comprensión:
todo aquel que se enfrenta a una tarea, transforma, y con ese juego de la
transformación que es el trabajo puede conseguir que el mundo sea una casa
común más acogedora.
El funcionario
público que sella documentos, también transforma. Sus gestos aparentemente
mecánicos y desapasionados responden, muchas veces, a la ilusión de quien desea
emprender una iniciativa o a la resolución de una angustia. Lo mismo el
jardinero, que en sus labores tantas veces invisibles para los demás garantiza
ese pedacito de naturaleza con la que nos reconciliamos entre los atascos y el
humo. ¿Qué decir del médico y del juez? ¿Y del empresario?... Hasta del obrero de
una cadena de montaje se puede aguardar algo extraordinario, que no es otra
cosa sino su trabajo bien realizado aunque no le acompañen las ganas o esté
obligado a fichar durante el turno nocturno. Gracias a su repetido girar de
llave con el que asegura una pieza, siempre la misma pieza, es posible que la humanidad
se sepa más segura. Y si a ese movimiento une el deseo de santificarlo (San
Josemaría Escrivá ha desarrollado una completa teología acerca de la
santificación de las labores grises y luminosas, que aconsejo descubrir), su
trabajo cobra parecido relieve al de aquel taller de Nazaret en el que dio
comienzo la feliz Historia.
0 comentarios:
Publicar un comentario