En el colegio de
mis hijos hay capellán. Antes de seguir, tal vez sea necesario recordar en qué
consiste esta figura, pues la cultura religiosa de nuestro país, que se imbricó
con toda naturalidad en las generaciones pasadas, lleva un tiempo ausente o
caminando de puntillas, y hoy son muchos los que confunden una iglesia –el
templo- con una misa –la ceremonia litúrgica-, un cura en traje talar –vestido
con sotana, vamos- con un brujo o con el monje de alguna fe singular como la
que viven los budistas del Tibet, si no con alguien que decide ataviarse según
el capricho de alguna novedosa tendencia. Por centrarnos, un capellán es un
sacerdote encargado de las actividades religiosas que se llevan a cabo en algún
lugar, en este caso, repito, el colegio al que van mis hijos. Este cura, don
Enrique, tiene el coraje y el humor necesario para responsabilizarse de la
atención espiritual de más de dos mil alumnos, cuyas edades recorren desde la
inocencia de la bendita infancia hasta las dudas y rebeldías propias de la
adolescencia. Por si fuera poco, también carga sobre sus espaldas la atención
pastoral de los profesores, del personal que gestiona las tripas de la inmensa
institución estudiantil y de los cientos de padres y madres que acudimos, con
cierta regularidad, a las reuniones de tutoría.
Al dar comienzo el
nuevo curso (escribo empujado por la última espuma de la ola de agosto, a punto
de morir en las arenas de septiembre) me acuerdo de él y me entra un sudor
frío: la carga de trabajo que se le presenta a don Enrique en los próximos diez
meses es para quitar el hipo. Sin embargo, sé cuál es la receta con la que aplacará
los naturales miedos que nacen al considerar tanto esfuerzo, pues la repite una
y otra vez, convencido de que es el mantra que deberían tatuarse los alumnos en
el alma, también los profesores, los empleados del colegio y los padres y
madres: <<Piano piano si arriva
lontano>>, que para que todos lo entendamos, lo entona en un italiano
maltratado: <<Piano piano se va
lontano>>.
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La intención del
capellán, estoy seguro, no sólo busca que los chavales abracen con ilusión los
retos que implica el inicio de un curso cargado de nuevas asignaturas, cuajado
de seguros exámenes que precisarán el esfuerzo ímprobo del estudio continuado.
Porque le conozco, sé que don Enrique va más allá, que utiliza la rima popular
para todas y cada una de las metas que cualquier persona debe trazarse al
inicio de un nuevo periodo lectivo.
Los comienzos de
curso traen la ilusión de los libros nuevos, cuando las manos candorosas aún no
los han abierto para admirar las ilustraciones a todo color. Esta ilusión es
una metáfora para cualquier parcela de la vida: ante la desgana del comienzo
–la vuelta al trabajo, el reencuentro con la rutina, el regreso a la ciudad, el
descanso a partir de las ocho de la tarde de lunes a viernes y durante un breve
fin de semana, el otoño con sus grisuras, el frío del invierno…- necesitamos
recursos que nos hagan entender que no se trata de beberse el año de un trago,
como si fuera un jarabe asqueroso, sino a sorbitos, disfrutando incluso de lo
que se nos hace más áspero (los madrugones; el mal humor del jefe; los
objetivos laborales, demasiado ambiciosos; las facturas, siempre las facturas,
que revientan el buzón, y que vienen a sumarse a los extractos del banco, que
reflejan las muescas que produce cada domiciliación, el mordisco de la
hipoteca, el del vencimiento de los préstamos…).
Pero, ¿acaso hay
quien disfruta de estas cosas? De por sí parecen venir pintadas de amargura,
pero no es cierto, pues son la sombra que da volumen al regocijo de las épocas
felices. No es que a mí me gusten -que no me gustan nada-, pero la vida exige
este contrapeso, la cal y la arena, el agua y el aceite que, en este caso, se
juntan y hasta se confunden. Gracias a nuestra capacidad para proyectarnos en
el tiempo, echamos la vista atrás y nos damos cuenta de que la suma de
madrugones, el mal humor del jefe, las facturas y hasta el bocado mensual de la
hipoteca no han conseguido doblegarnos sino, por el contrario, hacernos fuertes
“piano piano”, poco a poco. Llegar “lontano”, lo sabe don Enrique, será pan
comido para quienes tengan arrestos de vivir con intensidad cada zancada.
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