9 oct 2016

La concesión de un premio siempre me ha hecho sospechar, quizás porque no me creo que existan jurados imparciales, quizás porque las pocas veces en las que he formado parte de un jurado no he podido cumplir con esa imparcialidad tan aireada en cualesquiera bases que se precien. Entiendo que un hombre, una mujer, no son cristales translúcidos sino –por seguir el símil- vidrios rugosos por los que se cuelan los rayos de luz en distorsionados haces. En esas arrugas se asientan nuestras ideas, credos, experiencias…, que nos obligan a observar con mayor simpatía determinados trabajos, aunque objetivamente (¡ay, la objetividad…!) haya labores con mayores méritos.

Los premios Nobel se me escapan en su mayoría, porque mi conocimiento de las Ciencias y la Economía con mayúsculas se quedó atorado en algún curso de lo que antes se llamaba BUP. Las hilachas con las que me manejo responden a mis lecturas (en la novela está todo) y a algunas conversaciones con médicos y biólogos, con químicos y físicos, que romperían a reír si me escucharan repicar a otros aquello que en mi cortedad les he entendido. Luego está el galardón de la Literatura, condicionado, digo yo, por el conocimiento del jurado acerca de las numerosas lenguas del planeta. Como no se lo dieron a Miguel Delibes por festejar a Cela —que era más ocurrente y bravucón, pero que como escritor no le llegaba a la suela de las botas de caza que gastaba el sencillo vallisoletano—, se me quitó la ilusión por seguirlo. Además, también se lo dieron a autores de segunda, como Fo y Saramago. Lo recibió García Márquez, muy bien. Y Vargas Llosa, muy bien también, a pesar de la irregularidad de la obra de ambos. Márquez no dejó de escribir la misma novela y la crítica tiene claro que del peruano no todo vale. Aunque la irregularidad, bien vista, no deja de humanizar los premios.


Ahora sabemos quién es el premiado de este año en el apéndice destinado a reconocer los esfuerzos en algo tan informe como la paz. También en este Nobel hay luces y sombras. Se lo otorgaron a la Madre Teresa de Calcuta –requetebién- pero no a Juan Pablo II, que sin duda fue el más infatigable luchador por la paz de la segunda mitad del siglo XX. Bien pensado, fue un alivio, porque meterle en un mismo saco con los cascos azules de la ONU, tan corrompidos, con Rigoberta Menchú, tan radial, o con Barak Obama, tan nada, hubiese provocado sonrojo.

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