Algunas noches nos
sentamos en familia para disfrutar de la primera temporada de la serie
“Stranger things”, que tanto gusta a los adolescentes. No es que me atrape el
producto televisivo, pues los seriales tienen el defecto de alargar las tramas
de manera innecesaria, y de lo que parecía virtud se pierde tensión narrativa,
lo que en literatura llamamos exceso de texto, que casi siempre lastima la
esencia de la historia. En todo caso, no voy a dar lecciones de cinematografía,
de lo que no soy ducho, sino a detenerme en una de las tramas de esta película
en capítulos, ambientada en los años ochenta, para hacer una reflexión que
viene que ni pintada.
En aquel 1983 en el
que Ronald Reagan se dirigió a los hogares norteamericanos (y del mundo) para
dar a conocer su ambicioso plan de defensa militar -recibió el sobrenombre de
“Guerra de las galaxias”-, yo tenía trece años, más o menos la edad de los tres
amigos que protagonizan la serie. No tardé en conocer –las noticias escabrosas vuelan-
que los púberes estadounidenses andaban revolucionados con la práctica del
sexo, lo que venían a recordarnos muchas películas de Hollywood destinadas a aquella
primera juventud. Aprendimos, a través del celuloide, que llegar a la
secundaria en alguna de aquellas divertidas escuelas que representaban la
América de la clase media, significaba despedir la virginidad, que es lo que en
“Stranger things” le sucede a Nancy Wheeler, una buena muchacha que ronda los
quince y que se enamora del chico equivocado, guaperas de turno que reina en la
High school de provincias, gallito y
provocador, cuyo único cometido es dar rienda suelta a sus hormonas.
La desilusión que
muestra Nancy tras perder la virginidad (por el dibujo del personaje, se
entiende que aún lo era al comienzo de la historia), así como la falta de
argumentos con que pudiera haberla preservado, traza con convicción aquel
tiempo en el que el sexo pasó de ser la expresión de amor entre dos personas
comprometidas de por vida, a convertirse en un juego entre muchachos sin
madurez para asumir las consecuencias. La excusa, lo sabemos, fue la difusión
masiva, también en los colegios, de toda suerte de métodos anticonceptivos. Por
eso, detrás de estos dos personajes de la serie he podido ver a cientos de
miles de chicos y chicas que con el tiempo se supieron defraudados de aquella
promiscuidad: no es fácil reconocer ante la persona de la que uno se acaba
enamorando, todo un historial de intercambios sexuales con gente que no le ha
dejado huella; no es fácil comparar el ardor inconsciente de aquella edad con
el reposo que exige una afectividad serena; no es fácil aspirar a que los hijos
vivan y defiendan principios que durante tantos años brillaron por su ausencia;
no es fácil recibir, portar o haber contagiado numerosas enfermedades venéreas.
Y, sobre todo, no es nada fácil cargar sobre la conciencia el peso de un
aborto, final casi seguro de los incontables embarazos intempestivos entre aquella
alegre chavalería que repetía, dos y hasta más veces, el infierno de pasar por
una clínica de tan horrible especialidad.
En España decimos
que lo que está sucediendo ahora en los Estados Unidos, nos llegará dentro de veinte
años, como si la modernidad –que es lo que se le supone al enorme territorio
gringo- fuese un invento yanqui que estuviésemos obligados a replicar. Pero los
prebostes de la cultura hispana de aquellos ochenta prefirieron darse prisa,
para otorgar carta de normalidad a la promiscuidad entre los muchachos de colegio
e instituto. Conviene recordar que por aquel entonces se universalizó el aborto
en mi país, al tiempo que los condones se regalaban a la puerta de las
escuelas.
La televisión
ofrece, en ocasiones, la oportunidad de realizar un análisis objetivo de los comportamientos
morales del pasado más inmediato, aquel del que fuimos protagonistas, para que
percibamos la gravedad de sus consecuencias. La liberación sexual de los años
cincuenta y sesenta tenía truco: no buscaba el bienestar de los matrimonios al desligar
unión y procreación; ni siquiera pretendía poner las cosas fáciles a quienes
buscasen aventuras no publicables. Iba más allá, a la banalización del origen
del hombre, al que no se le permite ser dueño de sus actos porque se le
imposibilita responsabilizarse de ellos. Y en ese saco de la irresponsabilidad
ninguna víctima mejor que un púber, incluso un niño. Las miradas frustradas de
Nancy Wheeler en primer plano lo sugieren: <<me dijeron que el amor era
otra cosa>>. Y duele, duele mucho, que a tantos muchachos de los ochenta,
de los noventa, del dos mil… nadie les explicara dónde está el engaño.
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