29 oct 2016

Algunas noches nos sentamos en familia para disfrutar de la primera temporada de la serie “Stranger things”, que tanto gusta a los adolescentes. No es que me atrape el producto televisivo, pues los seriales tienen el defecto de alargar las tramas de manera innecesaria, y de lo que parecía virtud se pierde tensión narrativa, lo que en literatura llamamos exceso de texto, que casi siempre lastima la esencia de la historia. En todo caso, no voy a dar lecciones de cinematografía, de lo que no soy ducho, sino a detenerme en una de las tramas de esta película en capítulos, ambientada en los años ochenta, para hacer una reflexión que viene que ni pintada.

En aquel 1983 en el que Ronald Reagan se dirigió a los hogares norteamericanos (y del mundo) para dar a conocer su ambicioso plan de defensa militar -recibió el sobrenombre de “Guerra de las galaxias”-, yo tenía trece años, más o menos la edad de los tres amigos que protagonizan la serie. No tardé en conocer –las noticias escabrosas vuelan- que los púberes estadounidenses andaban revolucionados con la práctica del sexo, lo que venían a recordarnos muchas películas de Hollywood destinadas a aquella primera juventud. Aprendimos, a través del celuloide, que llegar a la secundaria en alguna de aquellas divertidas escuelas que representaban la América de la clase media, significaba despedir la virginidad, que es lo que en “Stranger things” le sucede a Nancy Wheeler, una buena muchacha que ronda los quince y que se enamora del chico equivocado, guaperas de turno que reina en la High school de provincias, gallito y provocador, cuyo único cometido es dar rienda suelta a sus hormonas.

La desilusión que muestra Nancy tras perder la virginidad (por el dibujo del personaje, se entiende que aún lo era al comienzo de la historia), así como la falta de argumentos con que pudiera haberla preservado, traza con convicción aquel tiempo en el que el sexo pasó de ser la expresión de amor entre dos personas comprometidas de por vida, a convertirse en un juego entre muchachos sin madurez para asumir las consecuencias. La excusa, lo sabemos, fue la difusión masiva, también en los colegios, de toda suerte de métodos anticonceptivos. Por eso, detrás de estos dos personajes de la serie he podido ver a cientos de miles de chicos y chicas que con el tiempo se supieron defraudados de aquella promiscuidad: no es fácil reconocer ante la persona de la que uno se acaba enamorando, todo un historial de intercambios sexuales con gente que no le ha dejado huella; no es fácil comparar el ardor inconsciente de aquella edad con el reposo que exige una afectividad serena; no es fácil aspirar a que los hijos vivan y defiendan principios que durante tantos años brillaron por su ausencia; no es fácil recibir, portar o haber contagiado numerosas enfermedades venéreas. Y, sobre todo, no es nada fácil cargar sobre la conciencia el peso de un aborto, final casi seguro de los incontables embarazos intempestivos entre aquella alegre chavalería que repetía, dos y hasta más veces, el infierno de pasar por una clínica de tan horrible especialidad.

En España decimos que lo que está sucediendo ahora en los Estados Unidos, nos llegará dentro de veinte años, como si la modernidad –que es lo que se le supone al enorme territorio gringo- fuese un invento yanqui que estuviésemos obligados a replicar. Pero los prebostes de la cultura hispana de aquellos ochenta prefirieron darse prisa, para otorgar carta de normalidad a la promiscuidad entre los muchachos de colegio e instituto. Conviene recordar que por aquel entonces se universalizó el aborto en mi país, al tiempo que los condones se regalaban a la puerta de las escuelas.

La televisión ofrece, en ocasiones, la oportunidad de realizar un análisis objetivo de los comportamientos morales del pasado más inmediato, aquel del que fuimos protagonistas, para que percibamos la gravedad de sus consecuencias. La liberación sexual de los años cincuenta y sesenta tenía truco: no buscaba el bienestar de los matrimonios al desligar unión y procreación; ni siquiera pretendía poner las cosas fáciles a quienes buscasen aventuras no publicables. Iba más allá, a la banalización del origen del hombre, al que no se le permite ser dueño de sus actos porque se le imposibilita responsabilizarse de ellos. Y en ese saco de la irresponsabilidad ninguna víctima mejor que un púber, incluso un niño. Las miradas frustradas de Nancy Wheeler en primer plano lo sugieren: <<me dijeron que el amor era otra cosa>>. Y duele, duele mucho, que a tantos muchachos de los ochenta, de los noventa, del dos mil… nadie les explicara dónde está el engaño.





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