Me encontré los
primeros turrones en el supermercado y aún no había roto del todo el mes de
octubre. Pensé —hombre de poca fe— que la presencia en el lineal de aquellos
dulces, tenía su razón de ser en la lluvia fina de los programas de cocina que
acaparan las parrillas de televisión. «Porque no estamos en fechas de
jijonas y alicantes, los clientes los habrán solicitado para elaborar helados,
cremas u otras exquisiteces». Al llegar al final del pasillo me topé,
sin embargo, con un expositor de frutas secas: pasas, dátiles, ciruelas y
orejones, propios del relleno del pavo. Podría haber buscado otras indulgencias
—si nos hemos entregado a los brazos del Halloween y del Black Friday, qué nos
impide sumar a nuestro calendario de sinsentidos un día de Acción de Gracias, a
pesar de que en nuestro país parece que a Dios ni se le busca ni se le espera—,
pero aquellas cestitas clamaban a los cuatro vientos que la Navidad es una
fiesta cada vez más ligada al verano. ¿Acaso no empiezan en julio o en agosto
las primeras publicidades de la Lotería de las Loterías? Y por si mis pesquisas
necesitaran de un último capón, sin importar el sol que caía a plomo, sin
importar los higos y melocotones del frutero, el supermercado había colocado un
par de mesas cargadas de mantecados y polvorones. A fe mía que digo la verdad:
robé uno de aceite de oliva recubierto de ajonjolí, y me lo comí allí mismo a
la salud del señor Roig, dueño de aquel tinglado.
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Estas prisas por
engalanarnos de Navidad me traen al magín la obsesión de ciertos personajes de
“Alicia en el país de las maravillas”, que jugaban a celebrar la fiesta de su
no cumpleaños. En la extraña novela, las campanas del reloj eran la señal para
que se reiniciaran las felicitaciones, la entrega de regalos y la fiesta, con
tarta incluida. Ante la falta de sorpresa, ante la conversión de lo
extraordinario en rutina, Humpty Dumpty confunde un estúpido cinturón con una
corbata, pues la descontextualización termina por idiotizar al más pintado.
Los niños no saben
cuál es la razón de la Navidad. Los adultos —mucho me temo— tampoco. Pero un
día de otoño las calles se cuajan de lucecitas y las tiendas decoran con velas
y enanitos barbudos sus escaparates. Es el pistoletazo de salida para que nos gastemos,
una vez más, el sueldo, aunque los bolsillos estén repletos de la arena de
agosto.
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