A pesar de que el
pesimismo protestante de Malthus y cía. jamás ha llegado a cumplirse —según
auguraban, la capacidad de producción para dar de comer a la población mundial tendría
que haberse visto desbordada en 1880, fecha que empezaron a ampliar de diez en
diez años a medida que la realidad venía a demostrarles que el cataclismo no se
cumplía—, los demógrafos siguen, erre que erre, con su teoría de que al hombre
(al rico, se entiende) terminará por fagocitarlo el mismo hombre (el pobre, se
entiende), razón suficiente para emplear todos los recursos, que son muchos, para
que los negritos del África tropical dejen de reproducirse como conejos.
Las últimas
proyecciones del crecimiento de la población hasta 2050, vuelven a la carga con
el neomalthusiamismo. El problema sigue siendo el mismo: nos sobran pobres,
millones de pobres que terminarán por comerse la tarta que entendemos de disfrute
exclusivo del blanco. No quieren ver más allá y por eso enredan por Naciones
Unidas y otras organizaciones con poder de imposición, para que se endurezcan
las coacciones destinadas a recortar el ansia reproductiva de aquellos que
todavía no tienen cuenta corriente ni mes de vacaciones.
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A tenor de los
excedentes de alimentos que cada noche acaban en nuestras basuras, de las
subvenciones al campo, del plástico que destinamos a envolver la compra
semanal… el problema sigue sin estar en los alimentos sino en dos modos de vida
diametralmente opuestos: el nuestro,
individualista y narcisista, contrario a la protección de la vida, tendente a
que la maternidad llegue cada vez más tarde y el número de hijos no garantice el
relevo generacional, empujándonos a un suicidio colectivo; el de ellos,
generoso, joven y comunitario porque no disponen de pensiones ni ayudas, en el
que los hijos son el fruto de un optimismo vital que está por encima de sus
injustas contingencias.
Malthus se sigue
equivocando, como la paloma de Alberti.
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