Los medios de
comunicación de medio planeta dieron a conocer, hace unas semanas, el
fallecimiento del obispo Javier Echevarría, segundo sucesor de San Josemaría
Escrivá de Balaguer al frente del Opus Dei. La vorágine hace que los
acontecimientos pasen tan deprisa que apenas nos queda tiempo para separar lo
importante de lo trivial. Las noticias que debería llevarse el viento de cada
día, se enquistan para distraernos ante lo que merece la pena conservarse para
rescatarlo a cada poco, con el propósito de profundizarlo. Y la figura y el
mensaje de Javier Echevarría, sin duda, lo merecen.
Muchos le
llamábamos «Padre». Pero no con el respetuoso apelativo que
reciben otros sacerdotes a causa del don de su ministerio, sino con la
seguridad de que nos unían a él lazos sobrenaturales de familia, aspecto
fundamental en el diseño del Opus Dei, que para sus miembros no es una
institución eclesial (que lo es), incluso una prelatura personal (que por
supuesto lo es), figura canónica con la que la Obra encontró su reconocimiento
jurídico definitivo en la Iglesia, sino una familia con vínculos tan o más
fuertes que los sanguíneos, pues nos une una vocación común, la misma para
todos, sin rangos ni excepcionalidades, de tal forma que nuestros intercesores
en el Cielo (san Josemaría y el beato Álvaro del Portillo) no son para nosotros
“santos al uso” sino padres a quienes nos dirigimos con conciencia de hijos
confiados, torpones y necesitados, hijos que tienen la suerte de tener en el
prelado (durante veintidós años lo ha sido Javier Echevarría) a un padre en la
tierra que también se encuentra en camino, que ama sin condiciones, que abraza,
que acompaña, que anima, con el que uno puede tener confidencias, reír y
llorar…, elementos naturales de cualquier relación paterno-filial sana.
Desde el mismo
momento de su elección, tras el tránsito al Cielo del beato don Álvaro, Javier
Echevarría se nos reveló como un hombre que sólo sabía querer. No tengo duda de
que esta capacidad de amar la apreciaron todos aquellos que comenzaron a
tratarle. Y en ese cariño que regalaba a espuertas jugaba un papel primordial
la fidelidad. Por eso vivía constantemente pendiente del Papa, recordándonos
por activa y por pasiva que la razón de ser del Opus Dei no es otra que el
servicio completo y desinteresado a la Iglesia, lo que obliga a la escucha
atenta y activa de los requerimientos del Santo Padre. De hecho, la catequesis
del prelado en sus incontables viajes por el mundo, así como los documentos
(cartas, notas, sugerencias…) que con tanta frecuencia hacía llegar a sus hijos
del Opus Dei, hacían referencias constantes a las palabras leídas y escritas
del Papa, buscando una sintonía completa —¡todos a una!— entre sus intenciones
y las de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
Como hijo de don
Javier me gustaba ponerle de cuando en cuando unas letras para contarle cómo me
iban las cosas, para narrarle anécdotas simpáticas de mi familia, para enviarle
fotografías de mis hijos, para compartir con él las alegrías y tristezas que
pasaban por mi hogar. Lo sorprendente no era que yo le escribiese —lo hacía de
tan buena gana...— sino que él me respondiera. Para quienes son dados a las
cifras, les interesará saber que somos casi cien mil los miembros del Opus Dei
repartidos por todos los continentes, números que, como tales, poco nos
importan ni nos vanaglorian (Dios sólo sabe contar hasta uno), pero que en este
caso son ilustrativos: estoy convencido de que no eran las mías, ni mucho
menos, las únicas cartas que llegaban a la mesa de su despacho romano. Es más, entre el numerosísimo correo diario tendría misivas de calado, de gran
importancia, muchas de ellas enviadas por gente que lucha por vivir con
heroicidad el cristianismo en países donde la fe parece un fenómeno anecdótico.
Y, sin embargo, me emociono ahora al repasar sus líneas, la confianza con la
que me trataba, la exigencia dulce con la que pretendía que viese el mar sin
orillas que es el mundo para un hijo de Dios que hace garabatos en su afán de
apóstol.
Tengo la conciencia
de haber conocido a un santo que, como vimos en Juan Pablo II, no ha puesto
reparos a la hora de exprimir su servicio enamorado hasta la última gota.
Guadalupano —de san Josemaría abrazó el deseo de morir recibiendo, como Juan
Diego, una rosa de manos de María— ha fallecido en la fiesta de la Emperatriz
de América. Y junto a la Virgen ha llegado al Cielo para recibir la corona de
la fidelidad. Son palabras de hijo, seguridades de hijo.
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