Pasear se ha
convertido en una actividad de alto riesgo. No lo digo por los robos que pueda
sufrir el caminante —lo del tirón, acompañado del grito «¡A por el
ladrón, que se lleva mi bolso!», parece haber pasado a tiempos mejores—, sino por el embate continuado, una manifestación en toda regla, de quienes
salen a la calle decididos a correr con el corazón, el alma y todas sus
potencias concentradas en cada zancada, ciegos ante el paisaje y, sobre todo, ante
el paisanaje, los viandantes a los que
ni nos va ni nos viene esta epidemia deportiva.
Quienes salen a
caminar con la mejor de sus intenciones, quienes necesitan estirar las piernas,
los que tienen previsto ofrecer a su perro unos momentos de regocijo, aquellos
que precisan hacer un recado, los que al
bajarse del taxi consultan la hora porque llegan tarde a una reunión de trabajo,
las madres que muestran a sus bebés la belleza de una mañana o de un atardecer,
incluso los enamorados a los que se les despierta un hormigueo ante la emoción
de encontrarse con su chica en el cruce de dos calles… sufren el riesgo,
cierto, actual y más que posible, de recibir un golpe, un empujón, un pescozón,
un tropiezo… con uno o más de los componentes de la legión de “runners” que han
hecho de las carreteras, caminos, calzadas, aceras, parques, rotondas,
jardines, puentes, subterráneos, bulevares, escaleras, pasadizos y demás
localizaciones urbanas, lugares de uso exclusivo para sus plusmarcas personales.
Son ellos y sus atavíos (¡qué caro se ha puesto echarse una carrerita, señores,
desde que correr se considera “tendencia”!) lo único que les importa. A los
paseantes los interpretan como estorbos, y se enfadan si disfrutamos en familia
de los cambios de la Naturaleza a través de las estaciones.
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Una anciana que
hace de tripas corazón para erguirse en una plazoleta sobre los agarraderos del
tacatá, insegura ante la fragilidad de su cadera recién operada, es un
obstáculo para el “runner” del barrio. «¡Quítese de ahí, señora!... ¿Es
que no ve que puedo tirarla al suelo?». Un niño que echa sus primeros
gateos y que, de pronto, se escapa de la vigilancia de su madre, es para ellos
tan peligroso como un perro que se lanza a morder sus tobillos andarines
embutidos en zapatillas de marca. «¡Habría que denunciarles!»,
brama el deportista como un energúmeno sudoroso mientras se ve obligado a
resetear el medidor digital que lleva adherido al antebrazo, que registra la
distancia, la velocidad media, la duración de sus flatos, la densidad de la
saliva y hasta la coloración encendida de su piel a medida que va sumando
kilómetros.
No pido que no se
haga deporte. Sólo faltaría. Y me da lo mismo si ese deporte consiste en saltar
a la comba, echar un partido de tenis o recorrer la ciudad de parte a parte al
ritmo del un-dos-tres. En ninguna de estas situaciones me van a encontrar,
porque el deporte y yo nunca nos hemos entendido, lo que no obsta para que me
sienta sano, flexible y feliz, sin que me duelan músculos, meniscos ni
articulaciones. Pero estoy dispuesto a encender los colores a aquellos que
hacen de su afición un pesar para el resto.
Don Ramón María del
Valle-Inclán se sentaría hoy en cualquier banco de cualquier ciudad para
deleitarse con el esperpento de esta carrera a ninguna parte. En lo que tarda
la aguja del minutero en dar una vuelta completa a la esfera de su elegante
reloj de bolsillo, ante sus barbas y sus gafas redondas de carey habrán pasado
en gesto de suplicio lo más representativo de la humanidad urbana. Hombres y
mujeres que salen de casa cargados de trebejos (cintas para el pelo,
auriculares, gafas de sol aerodinámicas, luces avisadoras en cabeza, brazos,
espalda o pantorrillas, ventosas para el ritmo cardiaco, el ya nombrado
dispositivo que todo lo mide, sobrecito de glucosa, gorra, camiseta de color
naranja fluorescente, camisa bajera de licra negra, horrible pantalón de licra
también oscura —cabe la variedad en amarillo fluorescente— y zapatillas de
suela con almohadillas de agua, que en algunos casos prenden los talones en
chispazos azules, rojos y verdes, como las bombillitas de un belén).
Ha llegado la hora
en la que los paseantes empecemos a defendernos de esta lluvia de correcaminos.
No es agradable salir a andar y sentir en la nunca la agónica respiración de un
desconocido. Tampoco lo es recibir junto al zapato el escupitajo de quien
necesita limpiarse la boca de la sobreproducción de baba. Ni que te driblen como
si fueras un pelele ni, mucho menos, que te echen en cara que ejerzas el
derecho a tomar el aire.
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