El general Queipo de Llano se inventó ante los micrófonos los primeros
compases de la Guerra Civil, transmitida por Unión Radio Sevilla. Fue tal su
entusiasmo al declamar sus arengas, que ningún radioyente se tomó la molestia
de contrastarlas. Según el libreto que improvisaba de noche en noche, Franco y
su ejército no tardarían en aniquilar a las hordas prosoviéticas para pasearse,
henchido de gloria, a la sombra de la catedral como un nuevo san Fernando con
su coro de ángeles. La realidad fue otra, claro: tres años tres de refriegas,
batallas y miles de muertos. Sin embargo, Gonzalo Queipo inventó, sin saberlo, eso
que ahora llamamos reality show, un
espectáculo en el que todo parece real y casi todo es mentira, como aquella famosa
locución por las ondas hercianas de Orson Welles, que sumió Nueva York en una
larga hora de terror a causa de su narración dramatizada de “La guerra de los
Mundos”: la invasión de Marte, sin permiso de George Lucas.
La larguísima astracanada de la independencia de Puigdemont, su peluca
nacionalista, las vicetiples de la Esquerra y el anarquismo sucio de los
diputados de las últimas bancadas del Parlament,
se ha cobrado el derecho a formar parte de esas funciones en las que ficción y
realidad se confunden. Aunque el “honorable” carezca de la genialidad de Queipo
o de Welles —es muy complicado que nadie pueda creerle—, tiene el mérito de
que su matraca la esté escribiendo el pueblo con un chorreo imparable de memes y documentos de wasap que, si comenzaron siendo muy
graves, se han transformado en piezas divertidas, algunas de ellas antológicas
en el género de la chufla, la bufonada y la rechifla. Son los teléfonos el
medio con el que nos contamos esta independencia con olor a butifarra quemada.
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