Mi declive arrancó el día que tuve que alejarme el teléfono móvil para
distinguir el texto de un wasap. Me engañé durante un tiempo: me decía que el
tamaño de la letra de los libros había menguado, como si eso fuese posible; me
empeñaba en marcar el teléfono una y otra vez, aunque las llamadas hicieran
agua porque confundía el 9 con el 6; respondía auténticos disparates a los
mensajes de texto y las páginas que tecleaba en el ordenador se cubrían de
subrayados en rojo, convirtiendo mi vida en una falta de ortografía.
Cuando mi mujer —leo por la noche y en la cama; perdón por la confianza— me
preguntaba por qué acercaba y alejaba constantemente la novela que tenía en las
manos, le respondía con un murmullo malhumorado antes de echarle la culpa a la
lamparita portátil con la que había decidido iluminar mi problema de vista
cansada.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía.
Cedí y entré cabizbajo en la farmacia, donde me planté frente a un
expositor de lentes baratas, entre quince y veinte euros de lupas con montura
plástica. Y sí, mi rutina mejoró aunque no ha vuelto a ser la de antes, pues a
mis ocupaciones y preocupaciones he sumado la perenne búsqueda de las gafas,
órgano artificial del que dependo y que, indefectiblemente, pierdo cada dos
por tres, a veces en situaciones tan humillantes —¿a quién no le sucede?— como
aquellas en las que revuelvo la casa entera a cara de perro, sin caer en la
cuenta de que están perfectamente ancladas
a mi nariz.
La juventud se aleja hacia los paraísos perdidos. Al menos la juventud
externa, porque como mi mujer me quiere así, con canas, arrugas y gafas de
presbicia, me siento como un chaval al que las dioptrías le van llenando de
gravedad.
0 comentarios:
Publicar un comentario