13 nov 2017

La fuerza del independentismo se encuentra en la educación. No hablo de las buenas maneras, que también (el desprecio, básicamente, es un no saber convivir), sino de la formación de la mente y el traspaso de conocimientos. Si la enseñanza no se hubiera envilecido, si no se hubiera convertido en la principal herramienta del adoctrinamiento, la mentira nacionalista sería lo que fue en sus comienzos: un capricho de café en una tertulia de burgueses acomplejados.

Qué infecto es jugar con el intelecto de los niños. Y qué fácil practicar ese terrorismo de escuela, en donde la víctima es la infancia y el objetivo la muerte de la Verdad, cuya sangre negra pasa a extenderse a lo largo de toda la vida, salvo que ocurra un milagro (que el que fue niño se vea obligado a vivir en la región del enemigo, lejos del que le obligaron a creer que era el único paraíso en la tierra; que el hambre de conocimiento le empuje a leer los anatemas de la religión catalana, vasca, gallega, corsa, flamenca, escocesa y puede usted seguir enumerando todo el surtido de islas fronterizas con la Historia y el sentido común).



Lamentablemente los nacionalistas no son los únicos que quieren una infancia a la medida de sus teorías políticas. Nos da tanto miedo el ejercicio de la libertad que no hay gobernante que no haya metido las zarpas en el espacio sagrado de una escuela. También de la universidad, especialmente en esas facultades donde se deberían estudiar, con la mayor asepsia, la Filosofía y las Letras, las ciencias de la Educación, de la Historia y la Política. Hemos visto muchas imágenes de esos areópagos del saber, donde profesores y alumnos organizan huelgas y piquetes, y confeccionan pancartas como si estuvieran aprendiendo a recortar y a pegar.

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