El ser humano es el único animal que vive consciente del paso del tiempo. Es
el precio de la racionalidad: el transcurso de la vida no sólo representa una
medida de organización (planificamos las cosas para hacerlas hoy, mañana,
dentro de un mes…) sino bandera que señala la caducidad de la vida. También
aquellos que atesoran dinero y bienes con la codicia de eternizar sus riquezas,
se ven obligados -dolorosamente obligados- a enfrentarse con el final del
juego, game over, cuando su avaricia
sea alimento casi seguro de los enfrentamientos de sus familiares.
Pero mi artículo no quiere deslizarse por esta pendiente, pues todos somos,
al fin y al cabo, esclavos de nuestras pertenencias, sino por los jalones de
tiempo que utilizamos para valorar el devenir de las personas, las
instituciones o los negocios. Cinco, diez, veinte, cincuenta años son toques de
campana para examinar los aciertos y errores, así como lo que queda por hacer.
El pontificado de Francisco ha cumplido un lustro, cinco años de reinado
espiritual asentado en un territorio diminuto que a él se le queda pequeño. Como
los papas suelen ser elegidos en edad provecta -el caso de un joven Juan Pablo
II fue excepcional-, los observadores parecen respirar tranquilos cuando un
sucesor de Pedro les da la oportunidad de llenar las columnas de sus periódicos
con motivo de un aniversario redondo.
La renuncia de Benedicto XVI nos cogió a todos por sorpresa. Fue tan imperioso
que fuera él quien sucediera al gigante polaco, así como tan diáfano su
magisterio (escribió y habló para el pueblo desde la sabiduría de un auténtico
Salomón), que acabó con las barreras del prejuicio con el que fue recibido por
la intelectualidad laicista. Al menos en Europa, leer a Benedicto se convirtió
en un marchamo de prestigio en el ateneo del pensamiento, incluso entre quienes
jugaron a escandalizarse con el discurso de Ratisbona (equilibrado, didáctico y
veraz). En su voz, en sus gestos, en su mensaje, descubrimos que el papa alemán
era todo ternura en un altísimo pensamiento teológico. Por todo esto el
maremagno ante aquel adiós repentino. Muchos los interpretaron como una
rendición ante las intrigas de los correveidiles vaticanos. ¿Le hicieron
sufrir? Sin duda, aunque los años al frente de la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe le habían curado de espanto. Así que fue más su debilidad
física que las novelitas protagonizadas por los cabecillas del más rancio
clericalismo.
Con todo, es curiosa la contundencia con la que Francisco se ha referido
una y otra vez a ese clericalismo, dominio abusivo que por razón de la sotana o
de la carrera eclesiástica ejercen algunos pastores sobre la grey. El papa
argentino tiene bien experimentado lo nocivo de ese tipo de autoridad,
contrario a la vivencia del pastor «que huele a oveja». En los
efectos perniciosos del clericalismo se esconde la raíz de todos los escándalos
que ensombrecen la Iglesia de nuestro tiempo.
Estos cinco años de Francisco se caracterizan por un auténtico sacerdocio
ministerial. Quizá en ese empeño por ofrecer al mundo lo que debe ser un cura
de almas, ha renunciado a buena parte de los oropeles que con toda justicia
corresponden al Sumo Pontífice. Un sacerdote —parece decirnos— no está para ser
servido, sino para servir. Un sacerdote no está para enredar en despachos sino
para impartir los sacramentos y ofrecer doctrina. Un sacerdote no está para
arrogarse el liderazgo de cualquier actividad social, sino para olvidarse de sí
mismo y salir al encuentro de los hombres, también de aquellos que reniegan de
la paternidad de Dios, la desconocen o se la han arrancado a la fuerza y con
lesiva maldad.
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