23 abr 2018

El ser humano es el único animal que vive consciente del paso del tiempo. Es el precio de la racionalidad: el transcurso de la vida no sólo representa una medida de organización (planificamos las cosas para hacerlas hoy, mañana, dentro de un mes…) sino bandera que señala la caducidad de la vida. También aquellos que atesoran dinero y bienes con la codicia de eternizar sus riquezas, se ven obligados -dolorosamente obligados- a enfrentarse con el final del juego, game over, cuando su avaricia sea alimento casi seguro de los enfrentamientos de sus familiares.

Pero mi artículo no quiere deslizarse por esta pendiente, pues todos somos, al fin y al cabo, esclavos de nuestras pertenencias, sino por los jalones de tiempo que utilizamos para valorar el devenir de las personas, las instituciones o los negocios. Cinco, diez, veinte, cincuenta años son toques de campana para examinar los aciertos y errores, así como lo que queda por hacer.

El pontificado de Francisco ha cumplido un lustro, cinco años de reinado espiritual asentado en un territorio diminuto que a él se le queda pequeño. Como los papas suelen ser elegidos en edad provecta -el caso de un joven Juan Pablo II fue excepcional-, los observadores parecen respirar tranquilos cuando un sucesor de Pedro les da la oportunidad de llenar las columnas de sus periódicos con motivo de un aniversario redondo.

La renuncia de Benedicto XVI nos cogió a todos por sorpresa. Fue tan imperioso que fuera él quien sucediera al gigante polaco, así como tan diáfano su magisterio (escribió y habló para el pueblo desde la sabiduría de un auténtico Salomón), que acabó con las barreras del prejuicio con el que fue recibido por la intelectualidad laicista. Al menos en Europa, leer a Benedicto se convirtió en un marchamo de prestigio en el ateneo del pensamiento, incluso entre quienes jugaron a escandalizarse con el discurso de Ratisbona (equilibrado, didáctico y veraz). En su voz, en sus gestos, en su mensaje, descubrimos que el papa alemán era todo ternura en un altísimo pensamiento teológico. Por todo esto el maremagno ante aquel adiós repentino. Muchos los interpretaron como una rendición ante las intrigas de los correveidiles vaticanos. ¿Le hicieron sufrir? Sin duda, aunque los años al frente de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe le habían curado de espanto. Así que fue más su debilidad física que las novelitas protagonizadas por los cabecillas del más rancio clericalismo.

Con todo, es curiosa la contundencia con la que Francisco se ha referido una y otra vez a ese clericalismo, dominio abusivo que por razón de la sotana o de la carrera eclesiástica ejercen algunos pastores sobre la grey. El papa argentino tiene bien experimentado lo nocivo de ese tipo de autoridad, contrario a la vivencia del pastor «que huele a oveja». En los efectos perniciosos del clericalismo se esconde la raíz de todos los escándalos que ensombrecen la Iglesia de nuestro tiempo.


Estos cinco años de Francisco se caracterizan por un auténtico sacerdocio ministerial. Quizá en ese empeño por ofrecer al mundo lo que debe ser un cura de almas, ha renunciado a buena parte de los oropeles que con toda justicia corresponden al Sumo Pontífice. Un sacerdote —parece decirnos— no está para ser servido, sino para servir. Un sacerdote no está para enredar en despachos sino para impartir los sacramentos y ofrecer doctrina. Un sacerdote no está para arrogarse el liderazgo de cualquier actividad social, sino para olvidarse de sí mismo y salir al encuentro de los hombres, también de aquellos que reniegan de la paternidad de Dios, la desconocen o se la han arrancado a la fuerza y con lesiva maldad.

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