21 may 2018

Mis padres me enseñaron a no desear el mal a nadie, y procuro cumplirlo a rajatabla. Entre otras cosas porque después la conciencia me rasca y se me avinagra el carácter. No puedo olvidarme de una cena con unos comensales heterogéneos, en donde la mujer que tenía a mi vera manifestó su empeño en que un tal Menganito se muriera. De la misma se cortó la salsa holandesa que acompañaba mi plato.

Por eso no les deseo ningún mal a Irene Montero ni a Pablo Iglesias, sino todo lo contrario: que la vida les sonría y siga lloviéndoles confeti. Ahora que han decidido unir aún más sus destinos, pronto se les sumarán dos criaturitas que no tienen culpa de que sus papás se hayan comprado un casoplón, con una piscina que emula los lagos del Edén y a la que sólo le falta Rita Maestre, cual erótica sirena, manifestándose con las tetas al aire, como en la capilla de la Complutense.



Sé que estoy afilando el colmillo, pero la situación se presta. Irene y Pablo, Pablo e Irene, eran como esos simpáticos vecinos que se asoman a fumarse un canuto al patio de luces cuajado de ropa tendida, alquilados en el quinto izquierda de la escalera C, edificio sin ascensor y que huele a repollo hervido, vivienda de pobres acabados, antigua ya, de ladrillo visto y sin portero ni piscina ni erótica sirena. Pero ahora son orgullosos propietarios de un chalé en una parcela de dos mil metros cuadrados. Y como mis padres me enseñaron a no desear el mal, ojalá nadie vaya a perturbarles sus barbacoas, mucho menos un autobús repleto con los vecinos de ese edificio de protección oficial, ni una banda de okupas, tan majetes. Que no, que el casoplón no es de propiedad compartida ni tiene sus tinajas pintadas de morado.

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