28 may 2018

Todos los años, por estas fechas, escribo acerca de los toros. De la fiesta, que es mucho más que la corrida, allí donde las miradas convergen, sobre todo en la plaza de Las Ventas en cartel de expectación: cerca de veinticuatro mil personas cautivadas por lo que sucede en el ruedo.

La fiesta tiene un recorrido tan largo como la historia peninsular, ligada al uro (primero) y al toro bravo, tan presente en nuestro vocabulario. Un recorrido que apunta a todos los destinos, el del niño que sueña con ser torero; el del ganadero que recoge una tradición familiar o la inaugura; el de la Naturaleza que se beneficia con la cría de tan bello animal; el del aficionado que proyecta determinadas tardes en los carteles de una feria; el del artista que encuentra materiales desgarradores para escribir, componer, dibujar, pintar, modelar, esculpir, tallar…; el del turista que se sobrecoge ante un espectáculo que no entiende, que incluso puede llegar a repugnarle porque no sabe que el riesgo aceptado libremente para dominar a un toro es un don exclusivo de los privilegiados, creadores de un arte del pueblo que rebosa instinto, inteligencia, estética y tragedia.


Acabo de conocer a una joven japonesa en el tendido del 7. Hace cuatro años acudió a una corrida de rejones como alelada turista; aquel espectáculo obró el milagro: cambió de residencia (de Tokio a Madrid), se hizo abonada de Las Ventas y los fines de semana viaja de plaza en plaza, tratando de descubrir el misterio que esconde este espectáculo que mentes egregias de nuestra cultura han intentado desentrañar, desde el afecto y desde el desafecto, en artículos, ensayos, poemas y novelas.


¿Tiene futuro la fiesta de los toros? Puede que no, como puede que tampoco tenga futuro nuestra nación, tan ligadas están una a la otra.

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