Todos los años, por estas fechas, escribo acerca de los toros. De la
fiesta, que es mucho más que la corrida, allí donde las miradas convergen,
sobre todo en la plaza de Las Ventas en cartel de expectación: cerca de
veinticuatro mil personas cautivadas por lo que sucede en el ruedo.
La fiesta tiene un recorrido tan largo como la historia peninsular, ligada
al uro (primero) y al toro bravo, tan presente en nuestro vocabulario. Un
recorrido que apunta a todos los destinos, el del niño que sueña con ser
torero; el del ganadero que recoge una tradición familiar o la inaugura; el de
la Naturaleza que se beneficia con la cría de tan bello animal; el del
aficionado que proyecta determinadas tardes en los carteles de una feria; el
del artista que encuentra materiales desgarradores para escribir, componer,
dibujar, pintar, modelar, esculpir, tallar…; el del turista que se sobrecoge
ante un espectáculo que no entiende, que incluso puede llegar a repugnarle
porque no sabe que el riesgo aceptado libremente para dominar a un toro es un
don exclusivo de los privilegiados, creadores de un arte del pueblo que rebosa instinto,
inteligencia, estética y tragedia.
Acabo de conocer a una joven japonesa en el tendido del 7. Hace cuatro años
acudió a una corrida de rejones como alelada turista; aquel espectáculo obró el
milagro: cambió de residencia (de Tokio a Madrid), se hizo abonada de Las
Ventas y los fines de semana viaja de plaza en plaza, tratando de descubrir el
misterio que esconde este espectáculo que mentes egregias de nuestra cultura
han intentado desentrañar, desde el afecto y desde el desafecto, en artículos,
ensayos, poemas y novelas.
¿Tiene futuro la fiesta de los toros? Puede que no, como puede que tampoco
tenga futuro nuestra nación, tan ligadas están una a la otra.
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