14 may 2018

Por razones de agenda escribo el día antes de la celebración del Festival de Eurovisión, un espectáculo televisivo de primera gracias a una inversión disparada en producción, que se amortiza, supongo, con la altísima audiencia de los países del Este, que viene a equilibrar la desconsideración de la vieja Europa, salvo España en este 2018, aunque en nuestro caso el interés se haya construido mediante la táctica invasiva de Operación Triunfo. Si el espectador medio se ha topado durante los últimos meses en una y mil ocasiones con la pareja de cantantes que va a representarnos, qué decir de aquellos que pasan el día pegados a la pantalla de LED: la sobreexplotación de Alfred y Amaya les tiene que haber reventado las meninges igual que a las ocas y patos con los que se fabrica el foie les revientan el hígado, empujándoles en el buche la lluvia de cereales con la ayuda de un palo.

Cuando para la Europa moderna España era un país fronterizo y retrasado (aquel tiempo de nuestros dos y únicos canales), Eurovisión fue algo así como la batalla de David contra Goliat. Por eso a nuestras dos ganadoras (Massiel y Salomé) se les endilgó un aura de heroísmo comparable a la que aún ostenta Don Pelayo. ¡Massiel y cierra España con el “La, la la”! ¡Salomé y todos a una, como en Fuenteovejuna, con “Vivo cantando, ¡ey!”. Incluso Franco, con todo lo que era Franco, les hizo una reverencia y estampó un beso en la mano.

Recuerdo los espacios diarios que TVE dedicaba a Eurovisión para que el país entero se aprendiera las canciones de Mocedades, José Vélez o Betty Missiego. Recuerdo las versiones en nuestro idioma de las canciones ganadoras. Sin duda, el pasado tuvo un rizo naif al que, por desgracia, no regresaremos.



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