Por razones de agenda escribo el día antes de la celebración del Festival
de Eurovisión, un espectáculo televisivo de primera gracias a una inversión
disparada en producción, que se amortiza, supongo, con la altísima audiencia de
los países del Este, que viene a equilibrar la desconsideración de la vieja
Europa, salvo España en este 2018, aunque en nuestro caso el interés se haya
construido mediante la táctica invasiva de Operación Triunfo. Si el espectador
medio se ha topado durante los últimos meses en una y mil ocasiones con la
pareja de cantantes que va a representarnos, qué decir de aquellos que pasan el
día pegados a la pantalla de LED: la sobreexplotación de Alfred y Amaya les
tiene que haber reventado las meninges igual que a las ocas y patos con los que
se fabrica el foie les revientan el
hígado, empujándoles en el buche la lluvia de cereales con la ayuda de un palo.
Cuando para la Europa moderna España era un país fronterizo y retrasado (aquel
tiempo de nuestros dos y únicos canales), Eurovisión fue algo así como la
batalla de David contra Goliat. Por eso a nuestras dos ganadoras (Massiel y
Salomé) se les endilgó un aura de heroísmo comparable a la que aún ostenta Don Pelayo.
¡Massiel y cierra España con el “La, la la”! ¡Salomé y todos a una, como en
Fuenteovejuna, con “Vivo cantando, ¡ey!”. Incluso Franco, con todo lo que era
Franco, les hizo una reverencia y estampó un beso en la mano.
Recuerdo los espacios diarios que TVE dedicaba a Eurovisión para que el
país entero se aprendiera las canciones de Mocedades, José Vélez o Betty Missiego.
Recuerdo las versiones en nuestro idioma de las canciones ganadoras. Sin duda, el
pasado tuvo un rizo naif al que, por desgracia, no regresaremos.
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