Dentro de poco nadie se acordará de ti, salvo cuando se cumpla el
aniversario de ciertos acontecimientos. Tranquila; tampoco nadie se acuerda del
nombre de la mayoría de los ministros que han pasado por los diferentes
gobiernos de nuestra democracia, con lo golosos que parecen esos cargos a la
hora de construir el disfraz de la egolatría. Claro, que esa mayoría desconoce también
el nombre de los ministros actuales, de los presidentes de autonomía y alcaldes.
Se ve que el prurito del cargo público no es para tanto. Y es para nada cuando
el final de un ciclo, la destitución o cualquier otra circunstancia os obliga a
devolver la cartera, el despacho, el coche oficial, la secretaria y el sueldo.
Aunque las noticias llegan y se van a la velocidad de la luz, nunca te
librarás de la vergüenza provocada por un escarnio vengativo y repugnante. Una
vez desaparecida del teatro público, borraremos de la memoria tu rostro, tu voz,
pero nos acostumbraremos a usar tu apellido como metonimia del hurto o del
máster, de igual modo que identificamos un
Hannover como la falta de educación de quien disfruta de un banquete
nupcial sin haber pasado por la iglesia o el juzgado.
Llegaste a las alturas siendo un juguete roto, disimulado por alguna
operación de estética (es lo que dice el recorrido de los años a través de tus
fotografías de carné). Sin equilibrio psíquico, aceptaste la escena gansteril
de esa política que controlan grandes empresarios de los más variados ramos, que
guarda dosieres con fotografías y vídeos, por la que navegan fajos de billetes,
prostitutas, viajes, casas en primera línea de mar, historias médicas y hasta
cadáveres en el maletero. Ellos y tus compañeros de partido te han desmigado
ante las cámaras. Por eso, aunque nunca me gustaste, Cifuentes, te ofrezco mi
compasión y, si me apuran, mi amistad.
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