La vida no se entiende sin la muerte y la muerte no se entiende sin la
vida. Por eso los hombres sentimos repugnancia hacia cualquier intromisión que
pueda causar nuestra propia muerte o la de nuestros seres queridos (el tiempo,
la enfermedad, un accidente, un delito o la guerra, delito de los delitos). Por
eso los hombres sentimos repugnancia también ante la muerte de quien no ha
podido disfrutar de la vida, incluso cuando esta se presenta en un entorno
hostil (el de un feto asesinado en un abortorio, el de un pequeño cuyo único
horizonte es un vertedero, el del niño que desde el seno materno escucha al
rosario ininterrumpido de las bombas y al tableteo de las metralletas, el de un
niño soldado, el de un niño que tiene la guerra como única perspectiva).
Esta comprensión de la vida y de la muerte, las dos aguas entre las que nos
movemos, da sentido a todos los sacrificios que hacemos: desde levantarnos por
la mañana con el impulso de construir un nuevo día, desde realizar alguna
acción en beneficio de los más necesitados, desde entregar nuestro amor para la
germinación de un nuevo ser... Sin final, sin balance, sin muerte, la vida
resultaría insoportable, pues se convertiría en un caminar a ciegas hacia
ninguna parte, acosados por dolores físicos y morales de toda índole. Sin
muerte no sentiríamos la necesidad de perpetuar la especie. Sin muerte la
familia se desvirtuaría hasta desaparecer. Sin muerte nadie se preocuparía de
proteger a los débiles. Sin muerte nos faltarían argumentos para prosperar. Sin
muerte no habría tiempo. Y sin tiempo no habría medida. Y sin medida el hombre
desataría sus más negras querencias hasta empacharse de desesperación.
Distinto sería si el mundo tampoco conociera la corrupción. O si a la
inmortalidad le acompañara la armonía de los fenómenos naturales y las
especies. O si la ausencia del tiempo fuera sustituida por una felicidad
insaciable, siempre creciente. O si en vez de padecer las limitaciones a las
que el pecado nos constriñe, avanzáramos en virtud. Pero las cosas no son así,
al menos por el momento. Por eso necesitamos del tiempo, las metas, el sano
combate en medio de la rutina, la conciencia de nuestra finitud y la certeza de
que moriremos. Y si a esa certeza sumamos la fe en un Dios que nos ama y nos
tiene preparado el Cielo, miel sobre hojuelas.
Acababa de destaparse una corriente de hombres poderosos, asentados en
Silicon Valley, que ha abierto la espita al mito del hombre inmortal. Según
sostienen sus financiadores, sus pretendidos científicos y sus voceros, la
muerte está a punto de ser superada: ellos tienen la llave de la vida terrenal
eterna. De hecho, si han conseguido acaparar toda la información del mundo
mundial (desde lo maravilloso a lo indeseable; todo está en internet), ¿cómo no
van a lograr vencer definitivamente la enfermedad, los estragos de la vejez y
hasta el mismo óbito?
Para la difusión de su utopía, claro, sobran las religiones, a las que
tildan de “negocios del más allá” que se alimentan del miedo de sus fieles ante
el interrogante de la tumba. Sin tumba —razonan— no hay miedo; sin miedo, no
hay religiones; sin religiones, no hay Dios y sin Dios sólo cabe adorar a los
muñidores de esta patraña con visos de credibilidad, a los dueños de internet,
a los señores de Silicon Valley, que a no mucho tardar elevarán sobre los
viñedos californianos un templo cuyo ídolo será un chip de oro, supongo.
No son pocos los que creen que el dominio del conocimiento (del
conocimiento epidérmico que ofrece la red de redes) ha encumbrado la
inteligencia humana de unos pocos, muy pocos, al sitial que antaño correspondió
a las deidades. Ellos son los nuevos Apolo, Zeus, Artemisa…, porque se han
transformado en dueños de las conciencias, del dinero, de la vida y de la
muerte. Se olvidan de San Pablo, que cuando hace veinte siglos visitó el Areópago
halló entre los dioses un altar dedicado «al dios desconocido», que resulta ser
el Dios único, creador y redentor. El de siempre, vamos, que no tiene conexión
a internet.
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