Me dice un amigo abogado, cansado de pelear a favor de sus clientes,
empresarios que dan trabajo y sueldo a muchos empleados, a muchas familias, que
los españoles no nos damos cuenta de que vivimos en una democracia con muchos
puntos de unión con aquella U.R.S.S. de finales de los setenta y principio de
los ochenta, en la que el Estado comunista quizás había dejado de matar (o de
matar tanto), pero seguía manejando de manera omnipresente a un pueblo
adormecido.
Como en la pesadilla roja, nuestra burocracia suma y sigue con obligaciones
administrativas, impuestos y sus correspondientes multas por retrasos en el
pago o por imposibilidad material de abonarlos (que se lo digan a esos
empresarios acogotados por los papeles oficiales, los tributos, las tasas, las
inspecciones, los castigos, etc., sin que el parlamento —que se saca y vuelve a
sacar del magín de su autoridad nuevas obligaciones tributarias— tenga en
cuenta la morosidad de los clientes, la caída de la demanda, la subida de los
precios de la materia prima, etc.). La persecución del Estado hostiga a los
empresarios, repito, pero también a los autónomos, a las familias, a quienes
creemos en la libertad de enseñanza y a quienes no aceptamos el pensamiento
único que está rediseñando nuestra sociedad, pues, a fin de cuentas, duele
tanto la saña contra la economía particular como contra las seguridades
morales.
La socialdemocracia hace aguas: no hay dinero para mantenerla; nos hundimos
bajo el peso del déficit. Tampoco nacen niños, mientras los cementerios no dan
abasto. Pero apenas hay un movimiento social que se rebele, que exija una
democracia en la que el Estado no se apropie de la libertad ni del dinero
ganado con esfuerzo y limpieza por esa minoría creadora de iniciativa y empleo,
que ve con desesperación cómo el monstruo devora lo que por justicia le
pertenece.
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