25 jun 2018

Me dice un amigo abogado, cansado de pelear a favor de sus clientes, empresarios que dan trabajo y sueldo a muchos empleados, a muchas familias, que los españoles no nos damos cuenta de que vivimos en una democracia con muchos puntos de unión con aquella U.R.S.S. de finales de los setenta y principio de los ochenta, en la que el Estado comunista quizás había dejado de matar (o de matar tanto), pero seguía manejando de manera omnipresente a un pueblo adormecido.

Como en la pesadilla roja, nuestra burocracia suma y sigue con obligaciones administrativas, impuestos y sus correspondientes multas por retrasos en el pago o por imposibilidad material de abonarlos (que se lo digan a esos empresarios acogotados por los papeles oficiales, los tributos, las tasas, las inspecciones, los castigos, etc., sin que el parlamento —que se saca y vuelve a sacar del magín de su autoridad nuevas obligaciones tributarias— tenga en cuenta la morosidad de los clientes, la caída de la demanda, la subida de los precios de la materia prima, etc.). La persecución del Estado hostiga a los empresarios, repito, pero también a los autónomos, a las familias, a quienes creemos en la libertad de enseñanza y a quienes no aceptamos el pensamiento único que está rediseñando nuestra sociedad, pues, a fin de cuentas, duele tanto la saña contra la economía particular como contra las seguridades morales.




La socialdemocracia hace aguas: no hay dinero para mantenerla; nos hundimos bajo el peso del déficit. Tampoco nacen niños, mientras los cementerios no dan abasto. Pero apenas hay un movimiento social que se rebele, que exija una democracia en la que el Estado no se apropie de la libertad ni del dinero ganado con esfuerzo y limpieza por esa minoría creadora de iniciativa y empleo, que ve con desesperación cómo el monstruo devora lo que por justicia le pertenece.

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