La sociología vino al mundo moderno para trocearlo en tantos por ciento, en
pedazos de tarta, en numerales ordinales, en pirámides, en barras de colores y
gráficos. Es la sociedad estratificada en muestreos y encuestas:
«díganos, del uno al diez, siendo el uno baja satisfacción, siendo el
diez máxima satisfacción…», tendencias, estudios de campo, análisis,
estrategias, mercado… Frente al tú a tú, a la forja de una personalidad
individual, con su nombre, su apellido, sus raíces y todo lo que fragua la
conciencia y el libre albedrío, el sociólogo analiza pautas, probabilidades,
campanas de Gauss con las que define el comportamiento de la masa
(compartimentada por edades, niveles de estudio, raza y todas las
características que se puedan evaluar).
Los sociólogos saben que la sociedad es maleable según lo que impone la
moda que, a su vez, imponen aquellos que la fabrican y manejan. Ellos son los
dueños del pensamiento y el comportamiento, constructores y destructores del
mundo, responsables de los cambios que hacen de nuestro tiempo una etapa
reconocible no solo por los adelantos técnicos sino por una singular concepción
del ser humano en la que —y no es broma— muchos de los elementos de lo humano
se van evaporando.
La sociología puede servir para cuestiones políticas, comerciales,
estratégicas… pero no para la vivencia de la fe. Si creer y amar a Dios
dependiera de tantos por ciento, hace décadas que los cristianos habríamos
tirado la toalla, la fe por la borda de la desesperanza. ¿Es importante conocer
el tanto por ciento de los bautizados que acuden a misa los domingos y fiestas de
guardar? Porque la cifra, al menos en España, no invita al optimismo. ¿Es
importante saber cuántos jóvenes sienten desafección respecto a la Iglesia?
Vuelvo a insistir en que la cifra, en España también, no invita al optimismo.
¿Es importante que tengamos claro el número de los bautizados que viven de
espaldas a los quince Mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre
Iglesia? Insisto de nuevo en que, al menos en España, la campana de Gauss mostraría
unos datos nada halagüeños.
Visto con las gafas del sociólogo, pudiera dar la impresión de que Dios se
ha desvinculado de sus criaturas: los paraísos naturales han empequeñecido,
menguan numerosas especies animales y vegetales, la polución vicia el oxígeno,
los océanos están cuajados de plásticos y manchas de aceite… Y si la caída
libre de la Naturaleza no fuera suficiente para anunciar la ausencia del Dios
de la Ley, del Dios encarnado, a día de hoy arrastramos las barbaries cometidas
por el hombre contra el hombre a lo largo del siglo XX, que se unen a las
barbaries que cometemos en el siglo XXI, incluidas aquellas que sus autores
justifican en nombre de la religión. Y si con todo no tuviéramos aún lo
necesario para dar el apagón definitivo a la fe en el Dios que nos salva, observemos
cómo se contagian a ritmo de pandemia las legislaciones que buscan acabar con
la vida de los más débiles, la perversión de los sexos a través de la Teoría de
Género o el rediseño de la familia.
Este panorama resultaría desolador para un cristiano si no supiera que la
salvación es individual. Cristo no fue sociólogo, por lo que no nació, murió y
resucitó para redimir una masa, un muestreo ni una encuesta. A Él no le
interesaban los bloques de población porque su impronta vino a cambiar al
individuo, con su nombre y apellidos, con sus raíces, con su historia y sus
pecados personales. Su pacto es de tú a tú («Ven y sígueme»),
luminoso y optimista. Por eso nos solicitó que fuésemos sal para preservar esa
masa de los sociólogos que tiende a corromperse, que fuésemos luz para iluminar
ese mundo oscuro y ciego, carne de estudios de campo.
Dios es dueño de cada tramo de la Historia, también, por supuesto, del que
nos ha tocado vivir, en el que la Iglesia —al menos en el mundo occidental— se va
reduciendo en el número de fieles comprometidos. Como en los primeros tiempos,
este repliegue nos obliga a un compromiso personal, liberado de aquel
“catolicismo social” con tan pocos alicientes, en el que todo se juega a la carta
de la santidad personal, según la forma realista, animante y urgente que el
Papa Francisco nos propone en su exhortación “Gaudete et exultate”, en cuyas
páginas no hay lugar para la sociología.
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