19 oct 2018

Cada país tiene sus humoristas, que viven de hacer gracia. Unos con más tino que otros. Están mediatizados por los rasgos propios de cada nación, salvo en Corea del Norte, pues allí el único que ríe es Kim Jong-un, secretario general del partido por orden de Kim Jong-il, su padre, que a su vez lo fue por orden de Kim Il-sung, abuelo a su vez de Kim Jong-un e inventor de la tiranía con menos chiste del planeta. (Por cierto, no son ciertos los rumores del parentesco de este último con King-Kong).
En España somos dados al humor del absurdo, salvo el de tantos profesionales de la risa gruesa. Me enchufan una película de Pajares y Esteso, y no muevo un músculo de la boca. Me ponen un vídeo de Miguel Gila y me doy un atracón de carcajadas. Gila fue genial, sobre todo en la radio. Y aunque entre los graciosos podría añadir a Pedro Sánchez y su calamitoso gobierno, son sombras de Pajares y Esteso: no solo no hacen gracia sino que nos irritan por jugar a poderosos sin permiso y con nuestro dinero.
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Me quedo con Gila, a pesar de que no disimulaba su buena dosis de amargura. En sus monólogos telefónicos bebía de lo genuinamente español, que rompió aguas con las extravagancias de Gómez de la Serna, que junto a Jardiel Poncela elevó el absurdo hasta convertirlo en arte y cultura. Se trata de un humor críptico, locuaz, chispeante más allá de las risotadas ordinarias del público de la televisión. El soldado, la abuela, la suegra, el “que se ponga…” proyectaban lo caricaturesco y lo sombrío de la pintura de Solana junto a la sencillez de un pueblo poco maleado a causa de esta globalización de vídeos de wasap.


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